Todo comenzó en un soleado día de invierno, en la casa de siempre y con las personas de siempre. Yo me desperté sintiéndome, cómo lo diría, normal. Porque a veces no se está bien o mal, se está como siempre, como todos los días, sin ilusión pero sin tampoco deseo de tenerla.
El contexto era contrario al pensamiento y sentimiento de mi persona. Me iba de viaje. A pesar de tener todo preparado para escapar por la puerta de un modo totalmente estudiado, siempre está presente esa sensación extraña que te dice que estás a punto de comenzar una aventura.
Caras desconocidas formamos una fila en la escalera mecánica y terminamos compartiendo los vagones del mismo tren. Cuando éste partió hacia mi destino, lloré, y así todo comenzó como terminó, con lágrimas. Las primeras nerviosas, las últimas de amor.
Mi plan no era ese. Mi plan era desconectar, no tener constancia de mi realidad cotidiana hasta conseguir reunir nuevas ganas de vivirla y tener el valor de volver más yo que nunca. Y todo iba bien, me independicé, maduré, disfruté experiencias nuevas, adopté vivencias y descarté otras, incluso comencé a extrañar pequeños detalles de cotidianidad, pero al final, tú.
Salí, llegué volví, y el frío mientras me fue calando los huesos. Hasta hoy.
Supongo que hace frío porque tú no estás. O yo que sé.
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