sábado, 19 de octubre de 2013

Irracional.

Soy la seguridad personificada, ¿verdad? Mírame, la tranquilidad es mi segunda naturaleza, controlo todo tipo de situaciones y no tengo necesidad de nadie. Externamente tranquila.
No dejes que te engañe, que te engañen mis apariencias. Debajo de la ropa está mi verdadero yo, sumido en la confusión, el miedo. Debajo de mi ropa hay una historia interminable.
Te cuento todo lo que no me importa nada, y nada de lo que de verdad me importa. Por eso, cuando reconozcas mi práctica, no te dejes engañar por mis palabras: escucha lo que no te digo.
Tú, ahora que sabes mi verdad, por favor quiéreme. Quiéreme aun cuando parezca que eso es lo último que deseo.
Escúchame. Ten paciencia conmigo. Aunque parezca que cuanto más te acercas, más me incomoda tu presencia. Soy tan necia que combato aquello de lo que tengo necesidad...
Externamente racional, interiormente humana.

Humana.

En cualquier momento los 14 billones de neuronas del cerebro disparan impulsos a velocidades de 725km/h. No las controlamos la mayoría de veces. 
Cuando sentimos un escalofrío, nos estremecemos, cuando nos excitamos, adrenalina. El cuerpo obedece de forma natural a sus impulsos… Por eso es tan difícil controlarlos. 
Claro que algunas veces tenemos impulsos que preferimos no controlar… que más tarde preferiríamos haber controlado.
El cuerpo es un esclavo de sus impulsos. Pero hay algo que nos vuelve humanos… y que podemos controlar. Después de la tormenta, después de la carrera, después de revivir un momento pasado podemos relajarnos y limpiar nuestra mente. Podemos intentar olvidar el pasado… y otra vez.

Bicho malo nunca muere.

Viviré y moriré. Pero naceré nuevamente. Naceré y volveré a morir. Y otra vez naceré.
Porque la muerte es mentira.

martes, 1 de octubre de 2013

El moral

Octubre. Octubre ya. El coche en el que viajo deja atrás un gran árbol, se queda completamente solo, en mitad de ninguna parte, como si lo hubiesen plantado allí para marginarlo a propósito. El coche sigue avanzando en su camino, el desconocido que lleva el volante sigue fijando la vista a la autovía, y yo sigo contemplando la morera.
Al principio sí, es una morera, clara y nítida. Pero conforme el coche, el desconocido y yo avanzamos, la morera va perdiendo su nombre. Se transforma.
Primero es un cangrejo, con unas largas patas hundidas en el suelo.
Luego un roedor, como un hámster redondo y de cuerpo opulento, que alimenta a sus raquíticas crías formadas de ramas y raíces.
Unos kilómetros más al norte, la morera tiene su tercera transformación, una enorme y carnosa seta. El anochecer temprano de otoño ya no me deja ver su color.
El coche, que sigue avanzando con el desconocido y conmigo dentro, me impide una cuarta interpretación de aquella cuya esencia era, en origen, morera.
Lo siguiente que se asoma a mi ventana es un caserío. El juego de la morera me ha entretenido tanto que decido darle a mi imaginación una segunda oportunidad. Comienza el juego. Miro el edificio. Lo miro. Lo miro hasta que mi incipiente miopía me hace llorar por forzar la visión.
Nada.
Ya no sé por qué lloro.