domingo, 24 de octubre de 2010

Como las serpientes

A nuestra manera, cambiamos de piel. Como hacen las serpientes. Estamos entrenados para arreglar lo que está descompuesto. Un fallo, un descuido, una arruga. Un límite es un símbolo de debilidad frente a los demás. Debemos estar preparados y hacer todo lo posible para evitarlo.
Los huesos se rompen, los órganos se desgastan, la carne se desgarra. Nosotros podemos coser la carne, reparar el daño, cambiar de piel.
Soy una roca. Soy una isla. Ese es el lema de las personas que quieren aferrarse a su piel y la quieren mantener para siempre, sin cambiarla. Pero por mucho empeño que le pongamos, la piel no es eterna, hay que renovarla, para bien o para mal. La vida es larga.
Muchas veces el cambio no se nota, los demás no lo ven, no lo sienten. Pero nosotros sí. Cambiamos, consciente o inconscientemente y, cuando lo hacemos, lo sentimos en lo más profundo de nuestro ser. Y así lo sentiremos, hasta que volvamos a mudar la piel. Como hacen las serpientes.

lunes, 11 de octubre de 2010

El señor del castillo

Me mudé con tres años, al poco tiempo de nacer mi hermana y recién estrenado el aumento de mi padre. Fuimos a parar a un piso nuevo del barrio de La Fuensanta, bastante extravagante, dejando atrás una casita muy pequeña que mis padres habían estado alquilando en La Viñuela.
Yo empezaría preescolar a los pocos meses. Mi madre me llevó a un estudio fotográfico, situado justo debajo de nuestro nuevo piso, para hacerme las fotos de carnet. La inocencia de la temprana edad de cuatro años junto a la gran imaginación heredada de mi abuela hicieron que aquella tienda a mis ojos se convirtiera en un palacio pequeñito, en el castillo que todas las noches aparecía en los cuentos de papá. La puerta principal ya dejaba entrever sus techos infinitos, sus puertas enormes, las paredes de piedra (mi ilusión óptica era más poderosa que aquel papel tapiz) y una lámpara enorme que colgaba del techo, muy alto, dejando caer cristalitos en forma de rombos que se reflejaban en el cristal del escaparate proyectaban los colores del arcoíris por toda la habitación.
Pero no fue esto lo que más consiguió llamar mi atención. Al fondo de la tienda, tras el mostrador, había un amplio arco con una cortina de terciopelo rojo. Pensé que allí se encontrarían los aposentos reales. De aquellas cortinas es de donde salió el señor del castillo. Nada mas verlo comprendí la exagerada altura del techo y el tamaño de las puertas, aquel hombre era dos veces más grande que cualquier ser humano. "Sin duda debe tratarse del rey", pensé.
- Parece que tenemos aquí una pequeña princesita dispuesta a que la retrate- dijo el rey, tendiéndome la mano.
Me solté de la mano de mi madre de inmediato para agarrarme a su manaza, que me pareció la de un gorila, pero sin tanto pelo. Mi cuello tuvo que estirarse mucho, colocando la vista en dirección al cielo, para poder mirar al señor que me llevaba hacia las cortinas. Él ya me estaba mirando cuando yo lo conseguí, con una amplia sonrisa sin llegar a enseñar los dientes y con los ojos casi cerrados, pero no del todo, permitiendo atisbar cierto brillo infantil en ellos.
Cuando volví a cruzar las cortinas para volver al lado de mi madre ya no era la misma, aunque a veces pienso que no volví a ser la misma desde que entré por la puerta principal de aquella tienda. Ahora, algunos fines de semana vuelvo a Córdoba para visitar a mis padres, y la parada del autobús me deja justo en frente de la puerta principal de la tienda. Muchas veces me la encuentro cerrada, y solo le echo un vistazo rápido antes de seguir mi camino. Pero cuando está abierta, él siembre está ahí, tras el mostrador, con unas gafas grandes de finas monturas de oro que protegen unos ojos viejos, cansados, a veces incluso tristes, pero siempre casi cerrados, no del todo, permitiéndome atisbar, incluso a gran distancia, cierto brillo infantil en ellos.

sábado, 9 de octubre de 2010

Todo pasa

- Cuando sea así grande, trabajaré en un hospital -, me dijo mi primo Luis ayer, cuando llamé por telefono para felicitarle por su cumpleaños. Mientras hablaba, algo me decía que sus manitas indicaban la altura que alcanzaría cuando llegase a ser mayor.
- ¿Y por qué quieres trabajar en un hospital, Luisito? -, pregunté.
- Porque me gusta ese sitio. La gente nace, la gente vive, y luego muere. Todo pasa allí.

Onírico destino...