Le hicimos el vacío para aislarlo. Era un problema incesante, no hacía más que incordiar y la verdad es que nos pilló a todos en una temporada en la que no teníamos ganas de tristezas y melancolías, ni si quiera de preocupaciones. Era la época de la felicidad vacía y nada ni nadie nos iba a impedir llegar a ella.
Así, sin querer y con querer también, nos alejamos de su vida. No hizo falta hacer mayor esfuerzo que el de dejar de telefonear, de hablarnos y de tenernos en cuenta. No nos costó mucho trabajo. Y al parecer a él tampoco. Una vez más su cerebro privilegiado le permitió pillar al vuelo lo que estaba sucediendo. Estábamos sentados en el comedor el día que tomamos la decisión, a él ni si quiera le hizo falta mirarnos, a diez pasos de nuestra mesa, retrocedió.
Y desapareció.
Tarde. Fue tarde cuando me di cuenta de que al estropear su felicidad era imposible hacer realidad la mía. Un descubrimiento encantador.
Nunca supe llegar a él.
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