En mi sueño de anoche tú eras mío. Sólo mío.
Y no había pros ni contras en ello.
Simplemente la cosa fluía, sin más.
Porque todo estaba destinado así.
Y nosotros disfrutábamos de la mediocridad de nuestra relación.
Porque como el resto de humanos arruinar todo lo que tocábamos era nuestro cometido.
Incluso si la ruina incluía a personas queridas.
martes, 30 de diciembre de 2014
domingo, 7 de diciembre de 2014
Los resfriados de invierno y la transformación de la personalidad del individuo.
Todo comenzó en un soleado día de invierno, en la casa de siempre y con las personas de siempre. Yo me desperté sintiéndome, cómo lo diría, normal. Porque a veces no se está bien o mal, se está como siempre, como todos los días, sin ilusión pero sin tampoco deseo de tenerla.
El contexto era contrario al pensamiento y sentimiento de mi persona. Me iba de viaje. A pesar de tener todo preparado para escapar por la puerta de un modo totalmente estudiado, siempre está presente esa sensación extraña que te dice que estás a punto de comenzar una aventura.
Caras desconocidas formamos una fila en la escalera mecánica y terminamos compartiendo los vagones del mismo tren. Cuando éste partió hacia mi destino, lloré, y así todo comenzó como terminó, con lágrimas. Las primeras nerviosas, las últimas de amor.
Mi plan no era ese. Mi plan era desconectar, no tener constancia de mi realidad cotidiana hasta conseguir reunir nuevas ganas de vivirla y tener el valor de volver más yo que nunca. Y todo iba bien, me independicé, maduré, disfruté experiencias nuevas, adopté vivencias y descarté otras, incluso comencé a extrañar pequeños detalles de cotidianidad, pero al final, tú.
Salí, llegué volví, y el frío mientras me fue calando los huesos. Hasta hoy.
Supongo que hace frío porque tú no estás. O yo que sé.
La felicidad vacía.
Le hicimos el vacío para aislarlo. Era un problema incesante, no hacía más que incordiar y la verdad es que nos pilló a todos en una temporada en la que no teníamos ganas de tristezas y melancolías, ni si quiera de preocupaciones. Era la época de la felicidad vacía y nada ni nadie nos iba a impedir llegar a ella.
Así, sin querer y con querer también, nos alejamos de su vida. No hizo falta hacer mayor esfuerzo que el de dejar de telefonear, de hablarnos y de tenernos en cuenta. No nos costó mucho trabajo. Y al parecer a él tampoco. Una vez más su cerebro privilegiado le permitió pillar al vuelo lo que estaba sucediendo. Estábamos sentados en el comedor el día que tomamos la decisión, a él ni si quiera le hizo falta mirarnos, a diez pasos de nuestra mesa, retrocedió.
Y desapareció.
Tarde. Fue tarde cuando me di cuenta de que al estropear su felicidad era imposible hacer realidad la mía. Un descubrimiento encantador.
Nunca supe llegar a él.
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