martes, 9 de julio de 2013

Fidelidad

Me toca empezar a mi.
Tres de la madrugada, no tengo ganas de dormir. Tampoco estoy lo suficientemente lúcida para afrontar la situación.
Pero decido que debo hacerlo.
Salgo de la cama, voy a la cocina, me preparo chocapic con leche; me siento con ellos en el sofá, delante de la tele, junto a él.
Paso por todos los canales, albergando mínimas esperanzas de encontrar 'algo más' en la hora estrella de la teletienda y la astrología. Aparece un programa de debate y, por unos segundos, lo miro. Sin embargo no lo veo, mi cerebro no procesa el contenido, no mientras esté ocupado por él.
No me mira, no mira la tele. Sus ojos, más grandes y fijos que nunca, sólo apuntan a esa estúpida foto. No parpadea, no brillan. Son opacos, como los ojos de un muñeco, de objeto sin vida. De muerte.
Saber cómo se siente ahora mismo, saber qué pasa por su cabeza. Qué significa esto para él.
Necesito leer sus ideas, pero no puedo. Su cara no tiene expresión alguna. No hay pena, no hay dolor. Solo vida inerte.
Su barrera es impenetrable.
Mientras lo miro mi cabeza no para de repetirle las mismas palabras suplicantes, una y otra, y otra vez.
"Olvídalo. Olvídalo". Solo fue un juego, un placer fugaz. Algo pasado. "Olvídalo".
Seguía sin darme cuenta. Sin percatarme de que, aquella noche, yo ya era su ayer.

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