martes, 1 de octubre de 2013

El moral

Octubre. Octubre ya. El coche en el que viajo deja atrás un gran árbol, se queda completamente solo, en mitad de ninguna parte, como si lo hubiesen plantado allí para marginarlo a propósito. El coche sigue avanzando en su camino, el desconocido que lleva el volante sigue fijando la vista a la autovía, y yo sigo contemplando la morera.
Al principio sí, es una morera, clara y nítida. Pero conforme el coche, el desconocido y yo avanzamos, la morera va perdiendo su nombre. Se transforma.
Primero es un cangrejo, con unas largas patas hundidas en el suelo.
Luego un roedor, como un hámster redondo y de cuerpo opulento, que alimenta a sus raquíticas crías formadas de ramas y raíces.
Unos kilómetros más al norte, la morera tiene su tercera transformación, una enorme y carnosa seta. El anochecer temprano de otoño ya no me deja ver su color.
El coche, que sigue avanzando con el desconocido y conmigo dentro, me impide una cuarta interpretación de aquella cuya esencia era, en origen, morera.
Lo siguiente que se asoma a mi ventana es un caserío. El juego de la morera me ha entretenido tanto que decido darle a mi imaginación una segunda oportunidad. Comienza el juego. Miro el edificio. Lo miro. Lo miro hasta que mi incipiente miopía me hace llorar por forzar la visión.
Nada.
Ya no sé por qué lloro.

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