Y yo que pensé que siendo fuego no nos podíamos quemar.
Yo perseguía al resto, sí, los hacía arder sin piedad y huía, dejando tras de mi un aire de chispas. Cuanto más crecía mi apetito por encontrar nuevas experiencias más calor expandía mi cuerpo, y quien se acercaba se encendía. Cuando fui consciente por primera vez de mi poder me sentí poderosa, inalcanzable, dios y diablo. Luego te conocí a ti, y me di cuenta de que tú también eras fuego. Y no solo eso, sino que todos lo éramos. Unos más fuertes que otros, unos más llenos de vida que otros. Para mi todos aquellos fuegos habían pasado desapercibidos, pero tú no lo hiciste, maldita sea.
Ardimos la vida juntos tan intensamente que los demás no podían mirarnos sin parpadear, pues sus ojos no contemplaban personas sino llamas. Tan profunda fue aquella pasión que nos caló en lo más hondo y llegó a nuestras entrañas, haciéndolas arder. Y entonces fue cuando ya no pudimos controlarlo, nos consumió nuestro propio poder.
En lugar de usarlo a favor lo hicimos en nuestra contra, comenzamos a lanzarnos bolas de fuego una tras otra apuntando al corazón, haciéndonos daño pero sin morir, pues estábamos hechos del mismo elemento que el que nos pretendía dañar. Y así pasó el tiempo, hasta que nuestro cuerpo empezó a renegar de nuestro propio elemento, y dejamos de ser fuego. Nos convertimos en humo, para siempre, sin vuelta atrás.
1 comentario:
Uffffffffffffff...cojo aire.... Me has removido por dentro y tengo un nudo empatizante en la garganta, en todo mi pecho. :(
Por estos detalles, sigo tu blog.
un beso
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