viernes, 27 de abril de 2012

Tres.

¿Por qué yo? ¿Por qué me eligió a mi, aquí y justo ahora? Nada tenía sentido. No me había fijado en ella nunca, pero observarla en aquel momento fue inevitable. Alta y esbelta, de piel blanca pero tersa, ojos negros pero brillantes. Me sorprendieron esos ojos, tan oscuros, tan profundos... Nunca había reparado en ellos, o es que no había tenido oportunidad de mirarlos detenidamente, pues sólo habíamos coincidido dos o tres veces en nuestras vidas, tres para ser exactos.
La primera, en la casa de campo de mi amigo Rodrigo de Torres, hace seis años. Ella era una nena comparada con nosotros. Recuerdo que entró a la casa llena de tierra, con la cara sucia, pero alegre, portando un ramo de flores silvestres que ella y su amiga habían recogido en los alrededores de la parcela. Se acercaron a las butacas donde Rodrigo y yo estábamos sentados. Yo les eché un vistazo de arriba a abajo y seguí fumando sin más miramientos. Pensé que eran primas de Rodrigo. Cuando Rodrigo la vio entrar se levantó, la besó en la mejilla y recogió el ramo con cuidado, acariciando las manos de ella y mirándola con ternura. En ese momento me di cuenta de que no había relaciones de parentesco entre ellos. Me la presentó formalmente, "mi novia, Eva". "Evita para los amigos", añadió ella con una sonrisa, dejando entrever su impecable ortodoncia.
La segunda vez fue en el lago, hace tres años. Mientras todos se divertían lanzándose al agua desde las rocas, Rodrigo y Evita no se separaban ni un segundo, ya fuera en agua o en tierra, mimándose el uno al otro, mirándose sin gastarse, queriéndose sin más. Yo me limitaba en aquellos tiempos a mi mismo, a mis escritos y a fumar, sin poder entender cómo aquellos dos no se cansaban del otro ni de ellos mismos, siempre tan monótonos, tan pegados. Al menos podrían separarse del resto un rato para trasladar tanto amor al hecho, pero jamás los veía desaparecer, siempre estaban ahí, pegajosos, aburridos.
La tercera vez fue ayer por la noche. Era la despedida de soltero de Rodrigo. Ya no eramos críos, ya no sufría por ver a aquellos dos juntos ni me ponía celoso de Evita por robarme a mi amigo. Maduramos de golpe, aunque tal vez ayudara que Rodrigo se diera cuenta de mi hostilidad hacia ella y dejara de traerla a cada salida nuestra. Como despedida de soltero, Rodrigo había planeado una fiesta en casa, con su familia y amigos más cercanos. Obviamente yo era uno de los invitados, pero el plan casero de Rodrigo me defraudó, incluso me cabreó. No hubo manera de hacerle cambiar de opinión, así que decidí cambiar el plan por una cita íntima, mis cigarros y yo a solas. Rodrigo, conociéndome, lo entendería.
Cual fue mi sorpresa a la quinta copa cuando, vagabundeando mi mirada por el local de turno, logro identificar a una de las chicas que bailaba sobre la barra, ¡Evita!, grité. Me levanté rápidamente del taburete, con un leve tambaleo, y fui hacia ella para saludarla. La ayudé a bajar de la barra y me plantó un beso en la mejilla. Me sorprendió, siempre nos habíamos saludado con la mano, mínimo a un metro de distancia. Pero la ocasión lo merecía, estaba de celebración. Me fijé en ella, no parecía ebria, pero sí más feliz que de costumbre, más despierta, más linda. Reparé finalmente en sus ojos, los más negros, profundos y brillantes que había visto jamás. Por primera vez en mi vida pensé que, después de todo, quizás Rodrigo era un hombre con suerte.
Evita interrumpió mis pensamientos con un breve "ven conmigo". Me agarró de la mano y me sacó fuera del local. "No me siento bien, quiero que me lleves a casa", me dijo sin soltarme aun de la mano. Le expliqué que llevaba varias copas encima, que se lo pidiera a algún amigo de su fiesta. Mostró frustración durante una milésima de segundo, después metió su mano en mi bolsillo, cogió las llaves de mi coche y me llevó hasta él, "no te asustes, ya sabes que lo he conducido mil veces, solo quiero irme a casa, puedes venir si no te fías de mi".
La casa de Evita estaba realmente lejos, me dio tiempo a dormir durante el trayecto. Cuando llegamos se me había pasado todo el malestar y estaba para otra copa. Ella no dudó en invitarme a pasar y abrir una botella de vino para celebrar su casamiento. Ahora que estaba más despierto no dejaba de percibir señales contradictorias de Evita, pues mientras hablaba de Rodrigo y de su boda me acariciaba la pierna, me tocaba el pelo, me miraba la boca. El momento en el que nuestras miradas se encontraron fue decisivo, el deseo de sus ojos oscuros pudo conmigo.
Dos horas después, tumbados en la cama, hablábamos de cómo habían transcurrido aquellas tres últimas horas. Los dos coincidimos en que la primera vez fue costosa porque ella estaba tensa y le dolió mucho, no pudo disfrutar. Pero la segunda vez ambos nos dejamos llevar y lo disfrutamos en silencio, sin mirarnos a la cara, pero acariciándonos y respirando en la oreja del otro, lo que lo hizo aun más excitante. Tras una breve pausa en la que los dos quedamos sumisos en nuestros propios pensamientos, ella, sin dejar de mirar al techo, dijo: "mi virginidad ya no pertenecerá a Rodrigo". Le contesté que no, que ahora me pertenecía a mi. Evita rió, se sentó en la cama y entre carcajadas dijo que cómo podía pensar que a mi me podía pertenecer algo de ella, cuando ella había sido la que me había utilizado, la que había cogido mi coche y me había llevado hasta su cama. "Mi virginidad me pertenece a mi, y a nadie más".
Y así fue como Evita para mi ya nunca más fue Evita y se convirtió en la señora Eva de Torres.

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