Soy compradora compulsiva de billetes para viajar en trenes que parecen el único tren. De esos que te deslumbran, que se muestran exclusivos, como oportunidades de oro que regala la vida solo una vez.
Y da igual si a la hora a la que sale el tren no estoy lista para viajar, yo me compro el billete y me monto con todas mis maletas. Si el mundo dice que es el único tren, no puedo perderlo. Es tan brillante y perfecto que con el billete de ida me basta.
Así que me monto en el tren una vez, otra vez, y varias veces más. Más tarde (no muy tarde, en realidad), me doy cuenta de que ese "único tren" no es tan único, pero sigo picando billete vaya que el próximo tren que pase sí lo sea. Por si acaso, ya sabes.
Como quien da el salto con los ojos tapados, pero también sin arnés, sigo viajando, con la esperanza de que ese tren sea el definitivo. Nunca lo es.
Sumar el precio emocional que pago por cada uno de estos billetes me supondría un coste añadido, por eso hasta ahora he preferido no pararme a pensar en ello y he seguido viajando sin rumbo fijo. Y es bonito vivir así un tiempo, pero perderse sin encontrarse es arriesgado.
Ahora siento que he estado mucho tiempo persiguiendo peces linterna. Que todo lo que brillaba y me atraía estaba rodeado de la más negra oscuridad.
Y al final he entendido una cosa.
Que el tren no solo pasa una vez. Pasa todas las veces que quiera.
Porque el tren, ese exclusivo e irrepetible tren, soy yo.
Así que ya no compro billetes dorados, ya no quiero ahogarme ni quedarme atrapada entre los dientes de esos peces nunca más.
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