Se aprende mucho de observar. De mirarnos por dentro pero también de mirar hacia fuera de forma reflexiva. Y después de mirar, ver, porque si no ves no sirve de nada. La ceguera es la mayor lacra de este mundo.
Hoy tuve un cosquilleo y vi que algo negro bajaba por mi brazo: una hormiga. Podía cogerla y soltarla en cualquier sitio o podía seguir su rastro para averiguar desde dónde había subido y dejarla en su lugar de origen para que emprendiera de nuevo el rumbo hacia un destino más fructífero que mi antebrazo desnudo.
Hice lo segundo.
Busqué a mi alrededor y me fijé en un enorme hormiguero del que salía y entraba un reguero de trabajadoras en fila, corriendo en doble sentido, como los coches en las grandes avenidas. Las que se dirigían hacia el hormiguero iban todas cargadas con piedrecitas; las que salían, recién descargadas, lo hacían para buscar la siguiente piedra, su siguiente objetivo. El modo en que realizaban su trabajo, perfecto, rápido y efectivo, me pareció casi robótico. Una única tarea, un único fin: aportar para mejorar la comunidad.
Entre tanta carrera sin tregua, mi mirada se detiene en un punto negro que no se mueve: es una de las hormigas, que trata de cargar con una piedra que dobla su tamaño. No sé cuántos minutos la observo mientras trata de mover la piedra sin éxito alguno, pero siento que para ella ese tiempo podría contar como horas, meses, media vida tal vez.
Me doy cuenta de que la miro con esperanza, que la veo esforzarse tanto y ponerle tantas ganas que, pese a que parece una tarea imposible, no pierdo la fe. Mientras, decenas de hormigas se cruzan con ella, ignorándola, llevando su carga y siguiendo su camino. No la critican o la juzgan, no la animan ni la ayudan, simplemente la dejan hacer.
Observo, además, que mi tozuda hormiga es de las más pequeñas del grupo, y que ni siquiera las más grandes cargan con piedrecitas como la que ella pretende arrastrar hasta el hormiguero, para el que le queda un largo camino desde donde está. No sé cuánto tiempo ha pasado ya desde que la observo, pero no se ha movido ni un ápice; a veces suelta la piedra un segundo y parece que se va a dar por vencida, pero coge fuerzas y aliento y lo vuelve a intentar. Es incansable.
¿Por qué lo hace? ¿Pretende demostrar algo? ¿Por qué no se fija en lo que hacen las grandes, las expertas? ¿Es la única hormiga que no nació con ese microchip de servir siendo útil? Me bombardean las preguntas. No tardo mucho en sentirme identificada con esa hormiga. A lo mejor lo hice desde el principio pero me lo digo ahora, cuando veo lo cabezona que es, cuando veo cómo ignora la realidad que le rodea y se enfoca solo en una cosa, en esa cosa que es imposible, que es demasiado para ella pero ella no lo sabe, porque siempre consigue lo que se propone y no se rinde nunca.
Pero esta vez no. Esta vez se tiene que rendir.
Y le cuesta reconocerlo, pero al final lo hace. No me despegué de ella hasta que lo hizo. Soltó la piedra y dio unos pasos atrás. Sus compañeras, rápidas y decididas, seguían cruzándose con ella, que ahora estaba aturdida, moviéndose de un lado a otro sin saber a dónde ir.
Dio varias vueltas sobre sí misma antes de perderse entre aquella carretera de doble sentido.
Os juro que la vi triste y abatida.
Y que lloré con ella.