Fue cuando escuché Claro de Luna de Beethoven sola en casa. Me sentí dentro de aquellas notas, sostenida sólo por un pentagrama blando pero estable, que te sujeta suave y te crea una falsa sensación de suspensión en mitad de la más absoluta nada.
Hoy he aprendido a tocar la canción. Quince años más tarde, vuelvo a tener la misma sensación. Sólo que ahora soy yo la que sostiene lo insostenible con una delicadeza y una seguridad que jamás he llegado a desarrollar antes. No entiendo cómo me siento yo y, al mismo tiempo, no. Las notas en mi cabeza se han transformado en gotas, y los dedos van, sin atender a ninguna orden, a servir de reposo. Cierro los ojos y floto.
El corazón palpita demasiado rápido. Yo me siento libre de cualquier emoción y al mismo tiempo las quiero abarcar todas, porque esta libertad no me libera sino que me vacía, y trato de sentirlas pero sólo las atrapo y quedan ahí, suspendidas en el aire que me rodea y en mis dedos, como motas de polvo que con un viento suave irán a parar a cualquier lugar: el sofá del salón, la encimera de la cocina, la escalera; lugares que frecuento y donde nos volveremos a encontrar, yo y esas motas, que me esperan pacientes a que las visite por sorpresa, a que pase por ellas, a que me siente un ratito, a colarse por mi ropa.
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