Hace dos noches soñé con un elefante. Fue un sueño extraño.
Un sueño en el que yo salía de mi clase de baile situada en la Alameda de Hércules, en Sevilla. Salía con mi mochila negra y me sentaba en la acera para cambiarme las puntas por los patines. Quería ir a casa. En lugar de tomar el camino de siempre, el seguro, por mitad del centro, decidí callejear sobre ruedas.
Fue una elección arriesgada, pues el camino era una sucesión de pendientes muy inclinadas que impedían que los frenos de los patines cumpliesen su función. Sin embargo encontré la manera de no caer, colocando uno de los patines en paralelo. Así, el miedo que sentía por aquella situación se transformó en adrenalina. Cuesta tras cuesta hacía la misma técnica. Y nunca caía.
Por fin llegué a una explanada. Sí, llegué a una explanada y encontré, cruzando por una carretera, a una pareja de hindúes y a una pareja de ancianos. Los ancianos, que eran muy, muy ancianos, parecían locales. Los cuatro acababan de salir de un curso, una especie de asamblea que reunía a un grupo social todas las semanas. El hombre anciano, que se quedó rezagado en la acera mientras el resto cruzaba la calle, con un hilo de voz llamó a la anciana. La llamó por su nombre, el cual no recuerdo. Ella se volvió y el anciano le preguntó:
-Si no entrego el próximo día el ejercicio de vida, ¿me echarán del curso?
A lo que la anciana contestó:
-No, claro que no. No te puntuarán, pero no te van a echar.
Los dos ancianos se despidieron, éste de un modo mas triste que la mujer. Parecía cabizbajo, me dio la impresión de que algo malo le pasaba, incluso pensé que estaba enamorado de ella. De pronto mis pensamientos se interrumpieron, pues sucedió algo inesperado. De modo repentino el anciano se convirtió en un enorme elefante. Tan grande y tan quieto se quedó que parecía una estatua en mitad de la calle. Yo me descalcé, subí a él y acercándome a sus enormes orejas le dije:
- Vamos, tan mal no ha podido ir la vida para que no quieras recordarla.
Mientras mi voz decía esto, mis ojos encontraban en su lomo varios rasguños. Algunas heridas estaban cicatrizadas, otras sangraban, recién hechas.
La noche siguiente, es decir anoche, volví a soñar con un elefante.
Esta vez no fue un profundo y largo sueño abstracto, fue corto, fue muy real. Una mano anciana levantaba mi camiseta frente a un espejo. El espejo me mostró que tenía un elefante tatuado en el vientre, en el lado izquierdo del ombligo. Era grande, con los bordes negros y el relleno amarillo. Aparté la mirada del espejo y miré mi vientre. Ahí seguía. Anciano y amarillo, de bordes negros, con algunas heridas en el lomo. El elefante.