martes, 5 de febrero de 2013

Evasión

Una bocanada de humo denso salió de sus labios. 
La más bella de todas, la intocable. 
La humareda se escapó entre sus dedos y el aire de invierno hizo que llegara a mi, en forma de nube blanca. Solo ella era capaz de convertir el veneno en pureza. Respiré hondo ese humo, consciente de que sería lo último que me llevaría de ella. Los dos esperábamos en silencio la llegada del tren, ella volvía a su ciudad, yo solo estaba allí para verla marchar. Fue entonces cuando volví la vista atrás, cinco años antes de este ahora, cuando la acompañé por primera vez a la estación.
La llegada del tren levantó su falda, que se movía libre al ritmo del viento. Ella deslizó su mano para sujetarla. La admiré por unos segundos, observando cada movimiento. Hermosa inocencia. La envolví en un profundo beso segundos antes de que el tren partiera, el mismo tren que me la traería tres días después, devolviéndome el equilibrio.
Esta vez su marcha escapaba a mi control, si hubiese querido retenerla no habría podido. Era inevitable. Y, si hubiese tenido esa oportunidad, ni si quiera sé si la pararía. La retención iba contra su naturaleza, si la encerraba conmigo acabaría rebelándose tarde o temprano, reclamando más independencia que nunca. Necesitaba ser libre o de lo contrario moriría, moriría por dentro como estaba muriendo ahora. Era algo que nadie alcanzaba a comprender, solo yo. Era el único privilegio, la única maldición que me hacía sentirme más cerca de ella que el resto de los mortales. Aunque por fuera siguiera hechizando a los que la rodeaban, inconsciente ella misma de su magnetismo, por dentro era un grito encerrado, frío, que no tardaría en estallar.
Y no quería estar ahí cuando eso sucediera.
Llegó el tren. El viento no pudo contra sus pantalones y su pelo recogido. Nada mágico sucedió esta vez. Frío y breve fue su beso. La despedida más glacial.
Y se fue. Ya está, ya hay paz.

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