Era una chica tonta más bajo el sol. Una de esas que se toca el pelo constantemente y mira distraida al mundo, mira pero no ve. Ese día llevaba unas gafas de sol horribles, de esas de pasta que se llevan ahora.
Las odio.
Sé que odiar son palabras mayores, mi abuela me lo enseñó tres meses antes de morir. Por aquel entonces ya vivía en casa, pero conservaba su habilidad para elaborar repugnantes potajes de garbanzos. "Odiar son palabras mayores, no puedes usarla para referirte a cualquier cosa que no te guste, a no ser que sean personas que te han hecho mucho daño a ti o a tu familia", decía; tras esta flaca aportación miraba al techo con semblanza gris, resoplaba y, recobrando el tono rosado en sus mejillas, me devolvía la mirada acompañada de una espléndida sonrisa de unos siete u ocho dientes. Todo esto lo hacía sin dejar de servirme potaje.
Así aprendí a sustituir la palabra 'odio' por 'asco', pero no sirvió de nada porque seguí comiendo potaje y, además, conseguí el plus de las collejas de mi madre, que por aquella época había desarrollado una extraña necesidad de confrontación física constante con cualquiera que se le cruzase por delante. Así, mi madre justificaba su violencia irracional con mis comentarios inmaduros, propios de la edad.
Mordía el cable de los auriculares y parloteaba con sus amigas sobre una tal nosequé que se creía muy nosecuánto cuando pasé por su lado. No sé si fue sin querer o queriendo, pero elevé el pié más de lo normal para levantar un poco de tierra y lo giré levemente a la derecha, dejando caer la arenisca sobre ella. Acababa de embadurnarse en crema y la arena formó una placa perfectamente opaca sobre su pierna.
De pronto lo vi.
Incapaz de articular palabra, preferí actuar. Ante el inquietante rostro de estupefacción de sus amigas, me incliné sobre ella y dibujé con la arena de su pierna una flecha hacia el mar.
La flecha indicaba una única dirección.
De pronto lo vi.
Incapaz de articular palabra, preferí actuar. Ante el inquietante rostro de estupefacción de sus amigas, me incliné sobre ella y dibujé con la arena de su pierna una flecha hacia el mar.
La flecha indicaba una única dirección.
Sigo intentando entender que fue lo que me llevó a hacerlo. Cuando ella se levantó de su letargo, recuerdo coger su mano y dirigirnos corriendo hacia el mar. Con ropa, qué más daba. Pasó. Y yo estaba allí, mirándola. Era tan hermosa. Conseguimos escapar por un momento de las convenciones sociales, de la monotonía. Actuando por instinto, por puro amor hacia una acción, conseguimos, solo por un momento, sentirnos realmente vivos. Sentirnos infinitos.