miércoles, 15 de febrero de 2012

Catorce años.

El cielo está tan alto que no entiendo cómo, alzando la mano, me da la sensación de que casi puedo palpar las nubes con las manos. Si cierro los ojos puedo hacerlo, son humo, no son densas como las dibujaba en mis comics, como algodón de azúcar. Son aire que se desvanece en mis manos como el vaho que desprende mi cuerpo. El cielo es poderoso, parece inmutable, como si estuviera más allá del tiempo. Supongo que por eso algunas religiones asocian el cielo con la eternidad. La niñez... también es eterna. Nadie llega jamás a hacerse adulto, el niño que fuimos sigue existiendo en nosotros. Todos somos conscientes de ello, algunos lo esconden, los considerados personas racionales, otros lo dejan libre y se exponen al riesgo de ser considerados locos, raros, retrasados. La niñez es como este cielo. La mayoría de las personas pensamos que con el paso del tiempo y la experiencia hemos crecido y madurado, pero la edad adulta no es más que un obstáculo, una imposición social que frena el espíritu libre del niño. Ahora, consciente de todo esto, vuelvo a vivir mis catorce años y descubro cosas que antes había dejado pasar sin darme cuenta.