Hoy no tengo filtro. Hoy mi alma es colador. Consciente de ello me alejo de ti lo máximo posible. Te esquivo en clase, pasillos, te esquivo en sueños. Mi mayor miedo son tus ojos, los evito como la muerte. Mi ser está ahora a años luz de tu cuerpo, hoy parece que lo he conseguido, ya nada malo puede pasar.
Eres mi cicatriz. Situada en un lugar muy visible para mi, invisible para el resto. Llevo días evitando tocarla. Pero esa sangre seca me incita, quiero sentir su superficie aspera e infectada en mis manos, quiero rascarla. Sabía lo que iba a pasar, caería en la tentación, volvería a salir sangre y vuelta a empezar, siempre es lo mismo.
Pero aquella vez fue diferente. La sensación fue cálida, dulce, la cicatriz ardía pero no escocía, enrojecía pero no se irritaba. Puede que me esté volviendo inmune contra este dolor, o peor, puede que mi cuerpo se esté acostumbrando a él y lo admita ya como algo normal, incluso placentero.
Miro la cicatriz y sigue ahí, miro al frente y estás tú, observando como resbala la gota de sangre por mi piel y cae al vacío, colisionando en tu zapato. Lo miras, me miras, te limpias y te vas. Y en esa fracción de segundo volvió a pasar, volví a encontrarme con tus ojos. Llevan una pistola. Ahora soy yo la que cae al vacío, la muerte me ha encontrado y no puedo escapar, estoy herida. Sin pensarlo dos veces, tus ojos disparan.
Y así, muerta en vida una vez más, recojo mis pedazos y hago recuento de las heridas de bala que llevo encima. Que no son pocas.
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