Una vez un hombre me dijo que tenía que escribir también cuando me sintiera plena y feliz, no siempre desde el dolor de la ausencia.
Hay más personas que me lo han sugerido, pero no logro recordar quiénes ni cuándo tuvieron lugar esas conversaciones. Solo recuerdo aquella vez porque ese hombre poseía la influencia irracional que a veces le concedo a las personas en momentos de incongruencia vital interior.
Fue un día de sol de invierno de 2020. Mi memoria para los lugares funciona de forma fotográfica, no sabría volver allí, ni puedo recordar el nombre de la calle o del bar, es una imagen fugaz e irrepetible a la que no puedo regresar. Pero puedo dar detalles de la conversación, de la fuerza de las miradas, de las pausas silenciosas, del peso de esas pausas. Me falla más la cabeza que las entrañas.
Me recuerdo ese día vestida de azul e inexplicablemente triste, una tristeza ligera, aliviada por el calor del sol y la compañía. El alivio es una sensación que está muy lejos de la paz de la plenitud, pero volver a flotar sin el peso de la gravedad de las cosas se puede confundir con la felicidad. El efecto, por desgracia, dura poco.
Abrirte en canal y volver a cerrarte lo más rápido y mejor que puedas es un arte. Yo he visto verdaderos expertos recomponerse en menos de cinco minutos. No lo admiro, pero lo quiero. Quiero saber cerrar mis páginas de forma cuidadosa y veloz cuando la mirada a la que me expongo no entiende el idioma. Cerrar el libro, echar un candado. Seguir respirando como hacía antes de mi exposición de indecentes deseos de ser comprendida.
Esa tarde, con las prisas, me quedó la costura doblada, los hilos sueltos y sospecho que algún descosido que tiende a infectarse en los diciembres cálidos.
Escuece, todavía.