Ayer lo vi. Iba sereno, sin prisas. Era un día en que sabía que me lo podía encontrar, porque anduve por un lugar nuevo, distinto a los de siempre. Y cuando vas por sitios nuevos encuentras a gente nueva. Claro.
A través de mi estúpida miopía pude atisbar a varios metros su rostro, su complexión casi perfecta, ese andar tan singular. Como una idiota me quedé observándolo, mientras él cada vez más cerca, más nítido, seguía sin cambiar el gesto, como si no me hubiese visto aún. En algún instante de aquel momento él me miró y encontró mis ojos, contemplándolo.
Entonces tuvo lugar lo que popularmente es conocido como incómodas coincidencias. Un breve espacio en el que una situación comprometida te obliga a seguir un protocolo de actuación estipulado en sociedad: ser amable unos segundos e intercambiar una serie de microcomentarios banales para luego continuar tu camino. Y así, el carácter superficialmente placentero del momento se tornó, segundos después, doloroso.
Mientras yo seguía ahí, él ya se había ido.